| Relato: la esencia de comerse algo prohibido |
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Algo que caracteriza a las servidoras sexuales es su constante de permanecer en una misma edad a pesar de que han pasado varios años. Y es que decir otro número, constituye no solo una protección, sino también, mantener a un cliente con el pensamiento de que se está degustando una jovencita, una joven o una madura. Pero nosotros hacemos cálculos y sabemos que una cosa es lo que dicen ellas y otra la cédula. Si hay momentos en que la sinceridad brota y conocemos un poco más de sus vidas. Así me ocurrió hace unos años con una trans que llamaremos Shirley.
Calle 22, debajo de la Caracas, una cuadra donde las chicas trans se hacen en las puertas de sus moteles, esperando a algún transeúnte que pueda gozar de sus servicios. Son altas, con buenas piernas, rasgos bruscos, espalda ancha y al parecer, no es lo único que tienen grande. Algunas fuman, otras ríen estrepitosamente, mientras no falta la que anda en mallas, con sus tetas operadas al aire y sus penes escondidos en una pequeña tanga. Shirley era diferente, por eso la escogí. Estaba recostada contra una de las paredes del restaurante asadero detrás de la bomba de gasolina. Cabello castaño claro, rubor, ojos pintados de azul, un saco, una falda y tenis. Con los brazos cruzados, esperaba que alguien le preguntara su tarifa, o quizás la hora. Pasé varias veces por su lado, verificando que todo lo que veía era cierto. Así era, una jovencita, llámenla femboy o una chica en transición. Tal vez huía de casa, o debía pagar sus estudios o quería un poco de cariño en un mundo que la discriminaba. La saludé y le pregunté por su préstamo de cariño. Confusa, extrañada y posiblemente virgen, me respondió temerosa. ¿Sería yo el primero de la noche o el primero de su vida? Fuimos al motel del frente, ese que tenía salida a la Caracas y luego de pagar la habitación, quedamos solos. Nos besamos profundamente y nos dimos las caricias. Indagué por su edad y me sumergí dentro del límite de la legalidad. Si ella había tomado esa decisión, la respeté y la acepté sin reparos. Me desnudé y mi pene estaba duro ya, se empezó a llenar de su saliva. Ella conservaba el saco y su ropa interior. Me lo chupaba con timidez y ambos sabíamos que teníamos que dar el siguiente paso. Me pidió que me pusiera el condón, mientras ella se ponía en cuatro sobre la cama. Tuve su culo redondo a mi disposición, me puse encima y la penetré. Tomé su cintura con mis manos y lo metí hasta el fondo. Empezó a retorcerse y a gemir. Su trasero apretado, su espalda y su cabello me hacían darle mas duro. Mis testículos estaban contra su ano, no pensé que fuera tan profundo. Trate de no sacarlo, sino de moverlo adentro. No aguante más y me vine mientras le decía lo bella que era. Me retiré de su trasero con cuidado y vi su ano abierto, un punto negro de placer. Luego sus bolitas cargadas y su pene hacía abajo, con un hilo de semen que caía hasta la sabana, dejando una mancha en forma de círculo. La acaricié de nuevo, nos besamos y me fui. Pasé varias veces en las siguientes semanas, sin verla, preguntándome donde estaba. Si la hubiera visto de nuevo, quizá esta historia sería otra. Si la viera, después de tantos años, sabría que era ella. Gracias por leer
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