Algo de historia. |
El noviazgo de Helena.
Volví a ver a Helena, un sábado a principios del 2000, en Terraza Pasteur. Yo salía del GYM, séptima con 24, y varias muchachas estaban promocionando Gatorade; todas utilizaban patines y vestían minifalda. De una reconocí a la chica de la pista de hielo, en el Parque de la 93. Hice la fila que ella atendía, para que me ofreciera una degustación. Averigüé que iban a estar hidratando a los participantes en la ciclorruta de la séptima, durante varios domingos. Y ahí estaba yo, buscando su atención. Hasta que, por fin, en una ocasión en el momento en que les ofrecieron un refrigerio, me ofrecí a destapárselo e iniciamos una conversación. Fue así, como después varios ires y venires, puede obtener su número telefónico e iniciar una intensa relación. Inicialmente, nuestras pláticas giraban en torno a Literatura, principalmente poesía: Borges, Kavafis, Benedetti. Luego yo le colaboraba escribiéndole ensayos para la U y finalmente, empecé a ser confidente de su tormentoso noviazgo. Matías, su novio, había ingresado a la barra Comandos Azules desde que cursaba grado once. Se había ganado el respeto de los capos de la barra porque era bueno para pelear. Helena me describió esta militancia: «Después de los partidos, los de la barra salían a drogarse, a beber y a “patrullar”, por Galerías, Chapinero o el Centro, con el propósito de encontrar hinchas de otros equipos para iniciar el tropel. Luego de las peleas, junto con un par de amigos, se iban a “celebrar” la “cascada” que les habían propinado a sus rivales. La violencia iba en aumento, de tal manera que el futbol solo era una excusa para pelear.» «Luego empezaron utilizar armas blancas, palos y cadenas, la intención ya no era solo golpear. En una de esas trifulcas, un man le cortó las manos con un cuchillo; esa noche me llamó desde el hospital y tuve que llevarle dinero para la cirugía y los medicamentos. Pero Matías estaba feliz, porque según él, volvió mierda al otro: “le reventé los ojos, la boca, a punta de patadas”.» «Una vez que Millos perdió un partido contra Santafé, nos subimos a un bus, una señora llevaba una bandera santafereña y cuando nos bajamos, Matías intento arrebatársela a la fuerza, mientras le gritaba ¡Perra hijueputa! Estaba totalmente descompuesto.» Ese comportamiento me asustó —murmura Helena—, porque era más de un psicópata, que de un hincha del futbol. «No faltaba a ningún partido de Millonarios, jugara donde fuera: Barranquilla, Pasto, Cali. Obviamente no duraba en los empleos, por lo que siempre andaba sin dinero; me pedía para los viajes, para las entradas a los estadios, para las banderas, me tenía sin un peso y en estrés constante, que solo me calmaba el consumo de bareta. Yo había sido consumidora esporádica, pero empecé a fumar diariamente.» —¿Por qué seguías con él? — pregunté tímidamente. —Intenté dejarlo un par de veces, pero siempre me convencía con el argumento que después de finalizar este torneo, iba a trabajar juicioso y solo iría a los partidos de Millos en Bogotá. —¿Y tú le creías? Helena asintió. —Solo pensaba en su bienestar; yo lo adoraba. —Musitó entre sollozos. «Una tarde, Matías me confesó que unos amigos le propusieron realizar un robo en una fábrica, con el fin de costear un desplazamiento, con la barra, hacia la costa. Yo sentí la presión y di el paso fatal; recurrí al medio que utilizan la mayoría de las chicas transgénero para conseguir dinero rápido, "el cajero automático": la prostitución.» CONTINUARÁ
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• Antonio1234, Mariatvjose, mimaorlo
Helena se prostituye.
Con el tiempo, me convertí en el confidente de Helena; cuando ella se encontraba deprimida o triste, me llamaba, yo pasaba en el carro a su casa, la recogía e íbamos a conversar, normalmente en el Park Way de La Soledad. Una noche, mientras Helena consumía weed, tocamos el tema de la prostitución. —¿Cómo fue tu ingreso al mundo de la prostitución? —le pregunté. —Mi primera experiencia, a diferencia de lo sucedido a otras chicas trans, fue sencilla,—me respondió, sin pensarlo mucho—. Yo transitaba por la Plaza de Lourdes, un viernes en la tarde, cuando un man en una camioneta me pito, se detuvo y me invitó a subir. Cuadramos un rato y estuvimos en un Motel de Chapinero; el tipo pidió un par de tragos, colocó una película porno y nos desnudamos. Lo único que tuve que hacer fue masturbarme y eyacular en su cara. Luego se ducho, terminamos el licor, me pago más de lo convenido y me dejó en el mismo lugar. Era un señor muy decente; pensé “este negocio es suave, una plata extra rápida y fácil”. Si el primer encuentro hubiese sido traumático, a lo mejor habría considerado renunciar; pero como fue cómodo, decidí continuar. —¿Pero también tuviste malas experiencias? —Obvio. Por ejemplo, una noche un carro me recogió en el Centro, el tipo me llevó al Parque Nacional, pero como no se lo quise mamar sin condón, me bajo a golpes del auto y me dejó tirada en la calle. En otra ocasión, en las residencias a la que entrabamos, El Bolo, Caracas con 25, un hombre asesinó a una marica y nos llevaron a todos los que estábamos en ese momento, a la Estación de Policía, para interrogarnos. Llegué a mi casa en la mañana y tuve que inventar una excusa en complicidad de una amiga. —Pero a pesar de todo, continuaste en el negocio, —afirmé tímidamente. —Si, pero busqué mayor seguridad. Le comenté a un conocido gay, que necesitaba un dinero extra y él me recomendó con un gringo que tiene una agencia de acompañantes para turistas. El trabajo es muy seguro, porque él responde por la clientela. Luego de una entrevista, recopilaba los datos de cada acompañante: aspecto físico, tipo de relación sexual que aceptaría, consumo de licor o drogas, disponibilidad de tiempo, etc. Cuando un cliente solicitaba determinado servicio, el gringo revisaba el catálogo y le ofrecía al turista la chica que se adaptaba a su demanda. —¿Por qué no continuaste con la agencia? —le interrumpí. Helena tomó aire, antes de responder a mi pregunta. —El estrés, la cocaína, la falta de sueño, hicieron que mi problema de bipolaridad retornara; tenía enfrentamientos en mi casa, porque mis padres se dieron cuenta que faltaba a la Universidad. Y para completar la tragedia, con Matías las cosas iban de mal en peor; algunas veces me invitaba a comer o teníamos sexo, pero infaltablemente me pedía dinero, sin preguntarme como lo obtenía. A pesar de todo, mis encuentros con él eran lo único agradable que me sucedía por esos días. Ante esta situación, decidí irme a vivir con un par de tías solteronas en las Torres de Fenicia (cerca a Uniandes), alejarme de Matías y no volver a la agencia. A raíz de estos cambios, mi vida comenzó a retornar a la normalidad, hasta el día en que mataron a Matías. CONTINUARÁ........
La muerte de Matías.
Mi instinto me señalaba que este Matías era un malandro y un manipulador. En el fondo, creo con sinceridad que también había algo de celos y mucho de envidia de mi parte, porque el fulano había logrado enamorar a una persona que me fascinaba. Un amigo me recomendó a un tipo que trabajó en el DAS y lo contraté para que averiguara acerca de Matías; con su número del teléfono fijo, ubicamos su vivienda y lo demás fue pan comido para el sabueso. Y tal como lo sospechaba, era todo un crápula: en el barrio tenía fama de ladrón y reducidor, era vicioso, se dedicaba al microtráfico, tenía un hijo con una menor de edad, que lo tenía demandado por violencia de género; además, poseía una pareja de perros pitbull, con los que intimidaba a los vecinos cuando estos le reprochaban sus escandalosas y prolongadas rumbas rockeras. Con las fotos, entrevistas, documentos, etc. que me entregó el investigador, abrí una carpeta que guardé en el baúl del carro, a la espera de una oportunidad para enseñárselas a Helena. Sin embargo, las veces que estuve a punto de mostrárselas, me detuve. «Tal vez me reproche por estarme inmiscuyendo en su vida privada o no me crea, al considerarme un amante despechado. Pero también es probable que agradezca el haberle descubierto la verdadera identidad de su novio». —Pensaba dubitativamente. Afortunadamente, la disyuntiva se resolvió con la muerte de Matías, porque consideré que esta documentación, para lo único que serviría era para incrementar el dolor de Helena. Así que olvidé la carpeta. Según supe por los medios de comunicación, un domingo Matías y un amigo decidieron irse de farra; cerca de la medianoche agotado el alcohol, buscaron una licorería, con tan mala fortuna que se encontraron con un grupo de la barra Los del Sur. Intentaron cubrirse la camiseta de Millos, pero ya era tarde. Debieron enfrentar los dos al grupo, pero uno de los de Nacional, le clavó la navaja en el corazón a Matías; la pelea terminó en el momento en que este cayó muerto. Un grupo de Comandos Azules, identificó al homicida (un menor de edad), apedreó y destruyó los ventanales de la casa donde residía con sus padres, pero aquel desapareció y el crimen quedo impune. Cuando Helena supo de la muerte de Matías, se encerró en su cuarto por varios días; no tuvo ánimos ni de asistir al funeral. Parece que fue lo mejor, porque allí se hubiese enterado del tipo de persona que era su consorte. A partir de ese momento, nuestra comunicación era únicamente telefónica. Para la época la telefonía celular era muy costosa, las líneas prepago utilizaban tarjetas de recarga; gastaba un dineral para mis largas conversaciones con Helena. Empecé a sospechar que ella se había vuelto a prostituir y se drogaba a diario, en el Centro de Bogotá. Yo conocía los sectores e inicié la búsqueda. Zona de la Jorge Tadeo, Terraza Pasteur y Bolívar Bolo Club (Caracas con 25). Una noche la encontré en este ultimo lugar, pero se negó a subir al carro, así que me tocó parquear en la bolera e invitarla a tomar licor en un barcito cercano. La hallé muy demacrada, se notaba el abuso de las drogas y la falta de sueño. Me comentó que había abandonado su casa y que vivía en un hotel en la calle 24 con carrera 5. Sus estados depresivos habían retornado con más fuerza y tomaba ansiolíticos continuamente; pero su efecto se anulaba con el consumo diario de cocaína, de tal manera que su cuadro de ansiedad era desastroso. Durante el tiempo que conversamos, tocó varias veces el tema de la muerte de Matías, de las injusticias de la vida con las personas buenas; además percibí intenciones suicidas. Esa conversación me rompió el alma, la vi tan desvalida, que lo único que atiné a decir es que iba a llamar a sus padres. Helena acercó su rostro al mío y me dijo iracunda: —Si llamas a mis padres, no me volverás a ver, desgraciado. — Y se levantó de la mesa, rumbo a la Avenida Caracas. «Parece que la embarré» mascullé, mientras cancelaba la cuenta. Ya dentro del carro, decidí cambiar mi estrategia para acercarme nuevamente a Helena. CONTINUARÁ.........
UN POCO DE CONTEXTO.
El viejo proverbio “Muerto el perro, se acaba la sarna” no funcionó en este caso. La muerte de Matías, tuvo consecuencias desastrosas en la vida de Helena y de contera, para su familia. Sus padres y su hermano, la buscaban con todas sus amistades y compañeros de universidad. Lo que ellos nunca imaginaron es que su hija, se encontraba viviendo en la zona de prostitución de travestis de Bogotá, puteando para poder drogarse en las ollas del sector. En la época, las chicas trans se ubicaban en la calle 24, entre carreras quinta y tercera, partir de las dos de la tarde hasta las diez de la noche. Luego de esa hora, bajaban a la Avenida Caracas, entre calles 23 y 26, en ambos costados, donde permanecían hasta la madrugada. En ese momento no existía Transmilenio, pero por la Troncal de la Caracas solo podía circular transporte público, en un carril especial. En los dos sectores, existían residencias para hacer ratos o amanecidas; muchas trans vivían en las residencias de la 24 con 4 o en el barrio Germania. En la zona de la carrera cuarta entre calles 22 y 23, existían lugares donde se vendían alucinógenos, conocido como las “ollas del Centro”. La Universidad Jorge Tadeo Lozano compró y demolió estas viejas casas para ampliar sus instalaciones. Frente al Bolívar Bolo Club, se encontraban las residencias El Bolo, donde alquilaban habitaciones para ratos o por días, a las travestis. Adicionalmente, en las calles aledañas, 24A y 24B, existían pequeños bares, donde se podía ingresar con trans a beber o a conversar. Por este laberinto de sexo y drogas, busqué infructuosamente a Helena durante varias noches. Iba a renunciar en mi intento, pero un suceso inesperado me permitió hallar a mi pretendida. CONTINUARÁ........
Haciendo historia o recordando a chicas de la vieja guardia, había una llamada Lita o Rita María castillo, era conocida como la frufru, alguien la conoció, o saben algo de ella, gracias.
Las botas de Helena.
Anduve algunas noches tratando de localizar a Helena, por los diferentes sectores de prostitución trans en el centro. Ante lo infructuoso de mi búsqueda decidí probar en el día, pero tampoco la pude ubicar. Sin embargo, un sábado en horas de la tarde, vi una chica trans, que se encontraba parada en una esquina, calzando unas botas Martens color uva; para mi eran inconfundibles, por lo poco frecuente de su uso entre las transgéneros. Le pregunté cuanto cobraba por el rato y entramos a unas residencias cercanas. Cuando estamos en la habitación, ante la pregunta habitual: —¿Qué te gusta hacer? Respondí con otra pregunta: —¿Cómo conseguiste esas botas? Al ver su cara de sorpresa, le manifesté —Si me dices como las obtuviste, te pago el doble por el rato. —Una marica me las vendió — me dijo con desdén. Le mostré varios billetes y le pregunté —¿Me la puedes describir? —Es alta, delgada, de cabello negro, largo, no tiene tetas. —¿Dónde la puedo encontrar? —En las ollas. Ella ya me ha vendido un reloj, una cadena, un computador y una cámara. Creo que le gusta soplar bazuco. Le pagué y le di las gracias e inmediatamente reinicié mi búsqueda, esta vez por las ollas de la cuarta con 22. Deambulé de expendio en expendió, hasta compré bazuco y perico, para que me dejaran entrar, pero ni rastros de Helena; tampoco podía preguntar por ella, por temor a despertar sospechas. Ya bien entrada la noche, decidí irme a casa. Dormí poco. «¿Dónde más puedo buscar? ¿Será que estoy equivocado de sector?» fueron preguntas constantes, que no puede responder. Ese domingo, salí al mediodía con destino a la calle 22 con carrera 3. Allí los domingos hay un mercado de las pulgas y muchos adictos venden artesanías, para costearse su vicio. De una, le pregunté a un hippie que tenía una pinta de vicioso, —¿Dónde puedo encontrar otras ollas, diferentes a las de la cuarta? —En Germania —, me respondí sin mirarme. Inmediatamente crucé la Avenida Tercera, hacia el oriente y empecé a buscar con detenimiento un lugar con pinta de expendió de drogas. No tuve que esperar mucho, un adolescente sucio se me acerca y me dijo: —¿En que le puedo ayudar, patrón? —Estoy buscando un “susto”, pero de los buenos —, le respondí. —Camine lo llevo. Seguí al muchacho hasta una casa vieja, de dos pisos, tocó la puerta, abrieron una rejilla, al comprobar quien era, la puerta de madera se entreabrió y pudimos pasar. Una vez dentro, pude observar gente sentada en el piso de un patio central, alrededor había unas habitaciones y al fondo una especie de taquilla, con un par de tipos con cara de pocos amigos. —¿Qué quiere? — preguntó uno de ellos. —Bazuco, respondí en tono vacilante y saqué un billete. Me dieron varias papeletas blancas, que rápidamente introduje en mis bolsillos, mientras miraba hacia el patio. En una de las esquinas, en dirección hacia el zaguán de la entrada, había un grupo de personas inclinadas, jugando con unos dados; me acerqué y pude distinguir a Helena. Llamé a mi guía y le comenté que quería hablar con ella. —Tiene que alquilar una de las habitaciones — me comentó, estirándome la mano. Le di unos billetes y regresó con una llave. —Vamos — y se dirigió a una de las habitaciones del fondo. Abrió el candado, encendió un bombillo. No podía ser más deprimente el espectáculo: un colchón en el piso, una mesa de noche desvencijada, unas paredes escarapeladas y el piso de madera, con varias tablas faltantes. —Ya le traigo la marica — y salió cerrando la puerta. Al cabo de un rato, apareció Helena en la puerta. A pesar del elevado consumo, seguía siendo hermosa. —¿Y mi liga qué? — me dijo el pelado desde la entrada del cuarto. Le di un billete y cerré la puerta. Helena se había recostado contra la pared y me reconoció. —Si quieres estar conmigo, tienes que pagarme cómo cualquier cliente — y agrego —por dinero hago lo que tú quieras. —No hay problema —le respondí, —pero me gustaría que fuéramos a otro lugar. —Si es así, cobro más. Con los desconocidos hay que tener mucho cuidado — aseveró con ironía. Salimos y tomamos un taxi, rumbo a las residencias Mediterráneo, calle 23 con carrera 15, donde poco tiempo después funcionó el famoso burdel La Piscina. Era el mejor hotel del Centro, había piscina, restaurante, bar, pista de baile, servicio de lavandería y una pequeña boutique. Alquilé una Suite, mientras Helena se bañaba en la tina, le compré ropa interior y algo de maquillaje en la Boutique. Ya un poco más distendida la situación, bajamos al restaurante a comer; nuestra conversación se centró en una serie de libros que nos fascinaban: la trilogía El señor de los anillos y el anuncio acerca de su versión cinematográfica. Especulamos sobre la calidad de la película y su fidelidad hacia la obra original. Quedamos en que cuando la estrenaran en Bogotá, iríamos a verla. Ya había oscurecido y le pregunte a Helena si deseaba tomar algo. —No, me gustaría dormir un rato, me siento agotada, —me respondió. Nos dirigimos a la habitación, ella se metió vestida debajo de las cobijas y se quedo dormida. Mientras tanto, me puse a mirar televisión, esperando también conciliar el sueño. Empezaba para mi un inolvidable puente festivo. CONTINUARÁ.........
Que manera de escribir... Si fuera libretista o director podría hacer una película increíble
DESENLACE.
Eran cerca de la 7 de la noche y yo no tenía sueño. Prendí el TV y me puse a ver por enésima vez la serie El Padrino, hasta que quedé dormido. Me desperté al alba, cuando sentí un brazo alrededor de mi cuello y unos cabellos rozando mi hombro. Abrí los ojos completamente y pude reconocer a Helena. Se había bañado, perfumado y estaba vestida con parte de la lencería que le había regalado. No resistí la tentación y empecé a besar su frente y luego sus labios; fui correspondido y se inició en ese instante una serie de caricias. Recorrí todo su cuerpo, con mis manos, seguidos por una frenética sucesión de abrazos, succiones recíprocas de penes erectos, penetraciones mutuas, gemidos, hasta alcanzar los orgasmos. Mientras nuestros cuerpos desnudos descansaban, recordaba una canción de salsa que había escuchado la noche anterior en la discoteca: “Derrochamos, no importaba nada Las reservas de los manantiales Parecíamos dos irracionales Que se iban a morir mañana” La situación se repitió un par de horas más tarde. Lo extraño, fue que no articulamos una sola palabra, solo hablaron nuestros cuerpos, dando rienda suelta al deseo que habíamos retenido por tanto tiempo. Ese domingo no salimos; solicitamos el almuerzo y la cena a la habitación. El lunes nos levantamos a mediodía y desayunamos en el yacusi; hablamos de todo un poco. Nos vestimos y bajamos a la discoteca; ella pidió Smirnoff y yo cerveza fría. Helena no era muy ducha bailando, así que más bien escuchábamos la música, mientras nos acariciamos y observamos a ratos a una pareja que se contorsionaba en la pista, bajo los efectos del alcohol. Entrada la noche, resolvimos subir a la habitación, yo tenía que madrugar al día siguiente. Pero me fue imposible; ese cuerpo semidesnudo, tan deseado por mí, me impedía conciliar el sueño. Parece que Helena se percató de mi insomnio y fue ella esta vez quien tomo la iniciativa. Su lengua, recorriendo todo mi cuerpo, deteniéndose en mis más secretos orificios y protuberancias, es el recuerdo más perdurable de esos días. Nuevamente, pero ya de una manera más sosegada, estuvieron presentes las penetraciones y los orgasmos mutuos. Al poco tiempo, el sueño nos invadió. Ese martes, salimos temprano hacia su hotel. Al despedirnos, le entregue dinero para cubrir su deuda en el hotel y su alimentación. No lo sabía en ese momento, pero este gesto fue un grave error. Quedamos de vernos más tarde. Cerca de las 7 de la noche, pregunté en el hotel por Helena. —Ella no está— me respondió el conserje. —¿Cómo así?, si llegamos está mañana—pregunté sorprendido. —Si, pero salió hacia el mediodía y no ha regresado. —Hijueputa, no puede ser—exclamé, dándole rienda suelta a mi rabia. Salí aprisa del hotel, sabiendo de antemano el lugar en el que podría encontrar a un adicto con dinero: las ollas. En uno de estos lugares, un jibaro, luego de pagar la respectiva liga, me contó que le había vendido a una “marica” varias papeletas de basuco de la mejor calidad, pero que había salido con rumbo desconocido. «Está soplando en un hotel, no en una olla.» Concluí de inmediato. «¿Pero en cuál?» No era un secreto, que el Hotel El Bolo, permitía el consumo de sustancias psicotrópicas, con una tarifa especial. Inicie mi búsqueda por allí. Le di al recepcionista su respectivo soborno, junto con la descripción de Helena. Me llevó al segundo piso, a una habitación al fondo de un pasillo oscuro. —Entre, esta sin seguro —me dijo el tipo, mientras se devolvía por sus pasos. Ingresé a un cuartucho, iluminado por una luz mortecina, proveniente de una bombilla que colgaba del techo. El mobiliario estaba conformado por una cama, una sucia silla Rimax y una mesita de noche. Sobre la cama reposaba un espejo, encima del cual había unos sobres blancos y unos cigarrillos, con la punta entorchada. Helena se encontraba sentada y no se percató de mi presencia. Estaba concentrada sacando tabaco de unos cigarrillos Marlboro, para apilarlo sobre el espejo. Luego esparció el contenido de los sobres sobre el tabaco, lo mezcló con sus dedos y cuidadosamente metió esta mezcla dentro del envoltorio de los cigarrillos vacíos, para finalmente retorcer el extremo sin filtro, de tal manera que el cilindro quedara completamente cerrado. Estos cigarrillos los denominan pistolos o torcidos. Terminada la labor de armado, con sus delgadas manos tomo un mechero y lo colocó bajo el cigarrillo hasta que el aceite del basuco manchaba de negro el blanco papel, lo suficiente para no quemarlo. Una vez escurrió el aceite, Helena procedió a encender el cigarro, por el extremo retorcido. Pude ver las puntas de sus dedos ennegrecidas, por el consumo. En cada prolongada aspiración, el humo inundaba la habitación, mientras el basuco ingresaba a sus pulmones. Cuando finalizó de fumarse este cigarrillo, me acerqué y le toqué en el hombro. Cuando volteó, pude ver que tenía los ojos vidriosos y unas grandes ojeras; observé que no parpadeaba mientras me miraba. Tenía recogido su cabello, en una moña, se encontraba descalza y en ropa interior. —Hola —le dije. —Hola —me respondió, mientras encendía el siguiente cigarrillo. —¿Necesitas algo? —pregunté tímidamente. —Tengo sed. —Ya te traigo una botella de agua —respondí, mientras salía de la habitación hacia la calle. Luego de ver esta escena, no tuve dudas. Decidí llamar al padre de Helena e informarle de la situación. Le di la dirección del hotel y me respondió que en media hora llegarían. Mientras tanto, subí la botella de agua y esperé en la entrada del hotel. Los padres de Helena y su hermano llegaron en su automóvil y me saludaron de mano. Los guie hasta la habitación y cerré la puerta tras ellos. Bajé hasta la entrada, a esperar el desenlace de los acontecimientos. Tiempo después, bajaron los cuatro. El hermano primero con una maleta, seguido de la mamá y Helena, esta última cubierta con el abrigo de su progenitora; al pasar por mi lado, Helena me lanzó un escupitajo, que afortunadamente fue frenado por un mechón de su cabello, ahora suelto. Finalmente, el papá, quien me dio las gracias. Yo, a manera de respuesta, le entregue la carpeta, con los documentos que tenía de Matías. —Esto le puede servir —dije, a manera de escusa y me despedí. Esa fue la última vez que vi a Helena. Helena fue internada en una Clínica, para tratar su adicción y su depresión. Luego del segundo mes de aislamiento, le permitían llamadas, por lo que conversábamos largamente. Siempre que me pedía que la visitara, yo encontraba una excusa para no hacerlo, quería olvidarla. En varias ocasiones, le envié libros de Literatura con sus padres. Al cabo de seis meses, fue dada de alta e inmediatamente viajo a los Estados Unidos. En la actualidad es guía turística, en una empresa de excursiones en la Florida. Hasta antes de la pandemia, chateábamos regularmente. Al escribir, he reflexionado acerca de mis sentimientos hacia Helena: ¿Amor?, ¿Lástima?, ¿Conmiseración? Quizás una combinación de todos Esta historia, me recuerda a Arturo Cova en La Vorágine: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. F I N.
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• Antifaz, Carlosmen, Jeniferd Cristal, Mariatvjose, mimaorlo, rascael34
Quintopiso gracias por tan excelente relato, tienes demasiado talento y más con el tema de las tranys que nos gusta y apasiona.
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